miércoles, 13 de octubre de 2010

Amor, comidas y cintas de vídeo

Cuando estoy triste, cocino. El olor y los colores de un buen sofrito son mi mejor ansiolítico. Cuando estoy feliz, cocino. El olor de un pastel de chocolate que invade cada rincón de la casa es el complemento perfecto para llegar al cielo. ¡No digamos cuando se saca del molde un ladrillo perfecto, marrón oscuro y casi líquido en su interior! Si estoy dubitativa, cocino. Si estoy inquieta, cocino. Si estoy angustiada, cocino. Si estoy satisfecha, cocino. Pero, sobre todo, cocinar es mi manera de dar amor, de expresar cariño, de decir “te quiero”, “te espero”, “me gusta que estés aquí”, cocinar es una forma de dar un abrazo que satisface al menos cuatro de nuestros cinco sentidos: el gusto, el olfato, la vista y el tacto.

Desde mi punto de vista, la mejor forma de expresar amor es dar placer. Por supuesto que en una pareja ese placer pasa por el sexo. Pero no sólo queremos a nuestra pareja. Queremos a nuestros hijos, a nuestros padres, a nuestros amigos, a la familia. Para ellos la forma más evidente, más fácil, más grata, más satisfactoria de dar placer es a través de la comida. Es por ello que, cuando alguien se sienta en mi mesa, quiero darle todo lo que no sé decir con palabras. Cada menú, ya sea para uno o para treinta comensales, está pensado en función de cada individuo. Sé lo que les gusta, lo que no les gusta, me acuerdo, me interesa.

Pensando en todo ello, me doy cuenta de que enfocar la comida como una fuente de placer, de amor, de cariño, de amistad y de agradecimiento ha sido el tema central de varias películas, muy diferentes y que, en algunos casos, me han marcado profundamente.

La primera película en la que pienso es el Festín de Babette. Una película danesa de 1987, escrita y dirigida por Gabriel Axel. Cuenta la historia de una francesa que, en 1871, huyendo de Francia durante la represión de la Comuna de París, llega a una aldea en la desolada y árida costa oeste de Jutlandia. Dos rígidas solteronas, hijas de un estricto pastor, la emplean como criada y cocinera. Allí vive durante catorce años hasta que un día descubre que ha ganado la lotería y, en lugar de regresar a Francia, pide permiso para preparar la cena de celebración del centenario del pastor. Al principio, los huéspedes temen contravenir la ley divina al aceptar una "lujuriosa" cena francesa, pero poco a poco los platos van conquistando el paladar de los asistentes. Recuerdo en particular unas “Cailles en sarcophage” (codornices en sarcófago) con una pinta de muerte, el brillo de ojos de esos austeros comensales y su sorpresa ante una serie de platos a cual más exótico y refinado. En una noche, Babette supo agradecer, a través de su cocina, catorce años de hospitalidad.

La segunda que me viene a la mente es una película china, dirigida por Ang Lee, Comer, beber, amar. Se trata de un retrato conmovedor de la vida de un viudo, el maestro cocinero Chu, de su familia, compuesta por tres hijas, y de sus vecinas que viven en el moderno Taipéi en Taiwán. Debido a sus diferencias personales y al amenazante avance de la modernidad que ha comenzado a socavar las raíces de la familia taiwanesa tradicional, no logran entablar el diálogo salvo alrededor de la mesa. Una cultura muy diferente pero también horas y horas dedicadas a la cocina para expresar el amor paterno, el amor filial, el cariño por una niña sin padre, por una joven divorciada, la amistad. Todo lo que no se puede expresar con palabras se va poco a poco descubriendo y diciendo a través de la comida. De esa película, me quedo con un pato relleno, que empieza con todas sus plumas y termina en la mesa apetitosamente dorado, tras ser pacientemente deshuesado, inflado y trufado durante toda una mañana.

También de oriente, más específicamente de Japón, es la disparatada comedia Tampopo. En el momento de su lanzamiento, en 1985, la publicidad del film, a causa de la sopa ramen, el hilo conductor de la historia, tenía como eslogan "el primer Noodle Western", un juego de palabras que se refería al “Spaghetti Western”. Una de las características peculiares de la película es que la trama principal (dos camioneros que ayudan a una joven, Tampopo, a hallar la receta ideal de ramen) se ve interrumpida con viñetas gastronómicas que introducen al espectador en el mundo de la cocina japonesa. Aquí se trata más bien de amor hacia una cultura, una tradición. El placer se obtiene a través del respeto de las costumbres y por supuesto del sabor de la “perfecta sopa de tallarines”. ¡Nunca más me han sabido igual el udon o la sopa ramen!

Volviendo a Europa, otra exquisitez fílmica, es la película Deliciosa Martha, de la directora alemana Sandra Nettlebeck. Se trata de una comedia gastronómica (no me gustan los dramas, la cocina es algo alegre, feliz) cuya protagonista es una reconocida, eficiente y rígida chef solitaria, que de golpe ve  su vida trastocada cuando tiene que hacerse cargo de su sobrina de ocho años, tras la muerte de su hermana en un accidente. A esa nueva responsabilidad, que altera toda su rutina, se añade la imposición de la presencia perturbadora de un alegre, despreocupado y tierno cocinero italiano que le hará catar nuevos sabores, en todos los sentidos. Desde entonces intento tener siempre a mano algo de albahaca fresca.

Creo que estas cuatro películas son las que más destacan en mi memoria pero hay cientos de escenas que me vuelven a la mente cuando estoy cocinando o pensando en comida, cuando quiero decir a alguien “te quiero” preparándole su platillo: la escena de Catherine Deneuve en Piel de asno cuando prepara el pastel para el príncipe, cantando la receta (¡Todavía me la sé!); Juliette Binoche dándole vueltas al chocolate con Johnny Depp a su vera (¡Que envidia!); la inefable rata Ratatouille (que perdone la Sra. Aido si no lo llamo rato) moviendo los hilos del joven Linguini; el banquete que prepara Tita en Como agua para chocolate (aunque, en general, el libro me parezca mucho mejor que la película, la escena y las imágenes del banquete son deliciosas); las preciosas perolas de cobre de la cocina francesa de Julia en Julie y Julia (a pesar de que en ésta los personajes no son tan entrañables pues no usan la cocina para amar sino para alimentar su ego); la maravillosa e inolvidable cena de la Dama y el Vagabundo (y su espagueti compartido); y tantas obras más como Kebab connection, Vatel, Tomates verdes fritos, Soul kitchen, Mi gran boda griega, l’aile ou la cuisse o Seducción a la carta